CITA
Observaciones sobre el concepto de ignorancia.
Entendemos por "progreso de la ignorancia" no tanto la desaparición de los conocimientos indispensables en el sentido denunciado habitualmente (y, muy a menudo, de forma justificada), sino el declive constante de la inteligencia crítica; esto es, la aptitud fundamental del hombre para comprender a un tiempo el mundo que le ha tocado vivir y a partir de qué condiciones la rebelión contra ese mundo se convierte en una necesidad moral. Ambos aspectos no son completamente independientes, en la medida en que ejercer el juicio crítico exige bases culturales mínimas, empezando por la capacidad para argumentar y el dominio de las exigencias lingüísticas elementales que toda "neolengua" está destinada a destruir. Sin embargo, es necesario diferenciar uno y otro tipo de ignorancia, puesto que la experiencia cotidiana nos muestra que un individuo puede saberlo todo y no entender nada. Sin duda, es lo que quería decir Orwell cuando escribe en su Diario de guerra: "Si gente como nosotros comprende la situación mejor que los supuestos expertos, no es porque tenga poder alguno para predecir acontecimientos concretos, sino porque puede percibir la clase de mundo en que vivimos (To grasp what kind of world we are living in)". La base epistemológica de esta distinción, es, naturalmente, la imposibilidad manifiesta para reducir la actividad crítica de la Razón al simple uso de una base de datos por la que se podría navegar libremente. Al no tener en cuenta esta distinción, la sociología ministerial no tiene reparos en pretender –por medio de errores metodológicos de uso– que "el nivel (de la enseñanza) aumenta". Y ello cuando todos los datos disponibles indican que, en los países industrializados, la juventud escolarizada es cada vez más permeable a los diferentes productos de la superstición (de la antigua astrología a la moderna New Age); cuando su capacidad de resistencia intelectual frente a las manipulaciones mediáticas o al bombardeo publicitario disminuye alarmantemente y cuando se le ha enseñado con eficacia admirable una sólida indiferencia hacia la lectura de los textos críticos de la tradición.
CITA
La escuela de la ignorancia y sus condiciones modernas
Jean-Claude Michéa
ANTICAPITALISMO Y CONSERVADURISMO
"Lo que nos incita a retroceder es tan humano y necesario como lo que nos impulsa a avanzar".
Passolini.
La hipótesis capitalista, tal y como la hemos definido, es otra de las múltiples variantes de la metafísica del Progreso común a todos los ideólogos modernistas o desarrollistas. Al igual que las otras variantes, también supone que la Historia tiene un sentido y que el camino al que están destinados los hombres les conduce inexorablemente, según términos de Saint-Simon y Comte, del estado teológico-militar (1) al estado científico-industrial. Lo único que constituye la diferencia específica de la hipótesis capitalista es la idea de que el principio determinante de la Historia es, en última instancia, la dinámica de la economía y, por tanto, del progreso tecnológico en tanto que condición material básica de dicha dinámica. Partiendo de esta premisa, no es difícil prever cuál será la encarnación de la forma privilegiada del mal político en el imaginario capitalista, esto es, en el imaginario económico. Todo aquello que se oponga al progreso de una sociedad por obra del movimiento modernizador de la economía será inevitablemente considerado como un arcaísmo inaceptable, al que no debemos aferrarnos (es la famosa teoría del "repliegue timorato sobre uno mismo") a no ser que tengamos la desgracia de ser un espíritu "conservador" o, peor aún, "reaccionario" (en términos de Saint-Simon, "retrógrado"). De este modo, es lógico que, en el lenguaje impuesto por el espectáculo, estas dos últimas palabras designen las dos figuras de la incorrección política por antonomasia. Son las palabras de las que todo el mundo, con miedo y aprensión, trata de exculparse a toda costa. Por el contrario, un espíritu crítico, es decir, un espíritu que, como mínimo, no tiene miedo de las palabras, llegará a la conclusión de que una lucha anticapitalista incapaz de integrar claramente su dimensión conservadora, no tiene ninguna posibilidad de desarrollarse de forma coherente y, por tanto, de asestar golpes certeros contra su enemigo declarado (2). Así pues, una de las primeras preocupaciones filosóficas de los que pretenden oponerse al despotismo de la Economía debe ser cuestionar por principio todos los discursos que celebran el "progreso" y el "movimiento" sin precisiones ulteriores (3).
No obstante, es obvio que, según la terminología de Marx, "la antigüedad del knout" no es argumento suficiente para justificar su respetabilidad. Por tanto, debemos presentar brevemente algunas observaciones para precisar en qué condiciones debe distinguirse entre una indispensable marcha atrás y una inaceptable regresión (4).
La tendencia de los hombres a la curiosidad y la innovación es uno de los atributos menos discutibles de la naturaleza humana (empleamos voluntariamente un término molesto para nuestras costumbres modernas). La noción de "sociedades inmóviles" es, pues, un mito o una fantasía. Por tanto, lo que hay que rechazar no es el principio mismo del cambio —como en última instancia sucede en la filosofía de Julius Evola— sino el hecho de que su ritmo esté definido y venga impuesto exclusivamente por las leyes del Capital y de su acumulación (5). Y si, como denuncian constantemente las plañideras del modernismo, las clases populares suelen manifestar escasa diligencia para "adaptar su mentalidad a la evolución necesaria", no es porque estén ontológicamente incapacitadas para el cambio; sólo se debe a que tienen una tendencia, ciertamente fastidiosa, a avanzar más despacio cuando están presionadas y con mucho menos entusiasmo y convicción que las nuevas clases medías o la brillante intelligentsia.
Por otro lado, el ingenio y la capacidad de innovación de las clases populares es una de sus características históricas permanentes. Son precisamente estas virtudes las que siempre les permiten neutralizar una parte de las estrategias capitalistas, así como inventar en todo momento dispositivos que mantienen o reproducen el civismo y el lazo social donde quiera que la férrea lógica del Capital tienda a destruirlos. Así por ejemplo, basta con leer los interesantes análisis que Serge Latouche consagra en L'autre Afrique a la economía informal de Dakar, a las "estrategias familiares en Grand-Yoff' o al sistema de solidaridad de los herreros de Soninké, para ser conscientes de la vitalidad de la inteligencia popular y para calibrar hasta qué punto suele ser la voluntad de conservar una forma de vida humana la que induce, tanto a individuos como a comunidades, a inventar perpetuamente, basándose en las costumbres y tradiciones, nuevas formas de relación y nuevas reglas de juego, a veces revolucionarias. Desde este punto de vista, el desarrollo en los países anglosajones y ahora también en Francia de los LETS (Local Exchange Trade System, "Sistema de intercambio local") representa sin duda alguna una forma ejemplar de estas respuestas críticas a la modernización capitalista propuesta sobre el terreno por los propios individuos. Si estos sistemas de intercambio local contribuyen a mantener a raya la desocialización ultraliberal, es en la medida en que logran reconstruir (interpretación "reaccionaria") o mantener (interpretación "conservadora") la "primacía del vínculo frente al bien" lo que, según Caillé y J. Godbout, define la esencia misma del don tradicional.
Aunque, en toda crítica al Capital, la crítica de los ideales de la Ilustración sea una condición necesaria, como ya señalaba Adorno, no se trata de negar todo significado a las nociones de Progreso o de Civilización universal. Marcel Mauss decía que "las mejores características de las civilizaciones se convertirán en propiedad común de grupos sociales cada vez más numerosos" y "esta noción de base común, de acervo general de las sociedades y civilizaciones corresponde, en nuestra opinión, a la noción de Civilización (6)". Pero, como señala a continuación, este movimiento no implica que desaparezca la necesidad de un "sabor local". En realidad, muchos de los complicados debates sobre la dialéctica de lo universal y lo particular o de la modernidad y la tradición, podrían haberse reducido considerablemente o incluso haber sido inútiles si hubiésemos tenido en cuenta en su justo valor la exacta fórmula del escritor portugués Miguel Torga: "lo universal es lo local sin los muros (7)”. Este enunciado significa que una comunidad humana progresa y se civiliza no cuando destruye o abandona su identidad (por ejemplo, su lengua o su acento), sino, por el contrario, cuando logra abrirse a otros grupos, es decir, cuando en las relaciones que mantiene con ellos, reemplaza el desprecio y la violencia iniciales por distintas variantes de intercambio simbólico. Obviamente, es inevitable que esta adscripción a la compleja dialéctica de la reciprocidad encamine poco a poco a cada comunidad a dejar de lado todo lo que, en su forma habitual de vivir y sentir, se oponga por principio al reconocimiento mutuo de los individuos; en otras palabras todo lo que en la propia cultura, manteniendo la parte de juego y broma indispensable, no puede universalizarse sin generar contradicción. Pero este progreso legítimo de la universalidad –en la medida en que conserva como base precisamente las particularidades históricas y culturales perdurables que son la condición del intercambio simbólico— no tiene mucho que ver con la homogenización acelerada del planeta por parte del mercado capitalista. En este sentido, la visión turística del mundo y el pseudocosmopolitismo del `Show Business" y de la clase empresarial constituyen la traducción grotesca y patética de dicho proceso de homogeneización.
Por último, recordemos que, en estos asuntos donde abordamos el fundamento mismo de la naturaleza humana, conviene esgrimir con extrema precaución la espada del Derecho y la Razón. El propio Kant, tan poco sensible a la seducción de lo concreto, afirmaba que la "madera de que está hecho el hombre es tan nudosa que con ella no se pueden tallar vigas muy rectas" (Ideas para una historia universal en clave cosmopolita, 6ª proposición). Dado que los espíritus modernos presentan una acusada tendencia a inclinarse ante la tiranía del ángulo recto, podemos pensar que un firme sentido de la costumbre y de los sutiles juegos que permite crear a todos los niveles (8.), representa una de las principales fuerzas psicológicas de que todavía dispone cada individuo para librarse del poder que el Capital ejerce sobre su vida e intentar, así, ser lo más libre y feliz posible. De hecho, hay muy poca diferencia entre este sentido de la costumbre y lo que comúnmente denominamos convivencia.
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(1) Ésta es la razón por la que la Iglesia y el Ejército se han convertido en el blanco privilegiado de todo paradigma moderno. Ello implica que el anticlericalismo y el antimilitarismo, por muy legítimos que sean, pueden ser cualquier cosa salvo actitudes anticapitalistas. Probablemente, ésta sea otra clave para interpretar el extraño universo político del dibujante Cabu.
(2) Esta idea, que no sorprenderá a los lectores de Orwell o de William Morris, tampoco debería sorprender a los auténticos amigos de la ecología o a todos aquellos que se ven obligados a afrontar al Capital y sus políticos siempre que se trata de preservar algún paraje natural o devolverle sus cualidades perdidas (por ejemplo, en la lucha por limpiar la contaminación de un río o por recuperar una alimentación no falsificada). Al pensar en este tipo de luchas, resulta evidente que son totalmente conservadoras, incluso retrógradas; tanto que un modernista inteligente como Alaín Roger ha visto la necesidad de crear una teoría del paisaje (así como la correspondiente obra artística) que permitirá terminar, al fin y de una vez por todas, con la "preocupación conservadora y naturalista por el medioambiente". Esta curiosa síntesis entre el vanguardismo de Art.-Press y la estética de los promotores inmobiliarios ha sido magistralmente desmontada por Jacques Dewitte (cf. "L'Artíficialisation et son autre", Critique, junio-julio, 1998).
(3) Es sabido que el sistema ya ha logrado imponer a los sectores más permeables de la juventud la idea de que la marcha es en sí una actividad perfectamente definida y necesariamente virtuosa. En la práctica, hay muchas posibilidades de que una ciudad "con marcha" para los jóvenes que vean Canal+ sea, en realidad, una ciudad destruida por el turismo y las promociones inmobiliarias, donde la mafia posee numerosas discotecas y donde los teléfonos móviles reciben una excelente acogida.
(4) Empleo la valiosa distinción del texto de J.-P. Courty: "En arriare tout! Lettre ouverte á la Revue Actuel 48 á propos de la Lozére et son entrée dans le XXIeme siécle", Actuel 48 , diciembre, 1997.
(5) Aquí estriba toda la diferencia entre una cultura y una moda. Una cultura sigue, sin duda alguna, siempre una evolución, al menos mientras está viva: pero esta evolución se desarrolla a un ritmo que confiere, tanto a la cultura como a su inconsciente, una estructura forzosamente "transgeneracional", lo que implica que define siempre un espacio común a varias generaciones, permitiendo así, entre otras cosas, el encuentro y la comunicación entre los jóvenes y los viejos (como, por ejemplo, en un partido de fútbol, en una fiesta de pueblo o en la vida de un verdadero barrio popular). Por el contrario, la moda es un dispositivo intrageneracional, cuya renovación incesante obedece principalmente a consideraciones económicas. Organizar la confusión sistemática entre, por un lado, las culturas durables creadas por los pueblos a su propio ritmo y, por otro, las modas pasajeras impuestas por las estrategias industriales, constituye una de las operaciones básicas del tityainment. Éste es un arte en el que el omnipresente Jack Lang no tiene rival.
(6) M. Mauss: "Les Civilisations: éléments et formes" (artículo de 1930 incluido en Oeuvres, t. II, París: Minuit, 1994, pp. 456-512).
(7) M. Torga: L'universel: c'est le local moins les murs, Burdeos: William Blake, 1986 (se trata de una conferencia pronunciada en Brasil en 1954).
(8.) "Une fois n'est pas coutume" ("Una vez al año no hace daño") reza la sabiduría popular. Es esta plasticidad constitutiva la que diferencia las exigencias de la costumbre (por ejemplo, celebrar un cumpleaños) de las imposiciones del derecho (por ejemplo, respetar el código de la circulación vial). Naturalmente, como bien demuestra Latouche, esta plasticidad de la costumbre conlleva el riesgo de dar lugar a "acuerdos" con el derecho que pueden dejar vía libre a la corrupción. Por ello, aunque, en principio, las distintas exigencias de la costumbre deban estar subordinadas al imperativo legal del derecho, éste sólo debe concebirse como, por un lado, el marco general de las relaciones humanas concretas y, por otro, como la última instancia a la que recurrir cuando los desacuerdos y conflictos no pueden resolverse en los niveles primarios de la existencia social. Por consiguiente, cuando el derecho acaba siempre funcionando como el recurso normal, incluso previo; en otras palabras, cuando la amenaza de los juicios recíprocos se convierte en una forma corriente de civismo, entramos en el dominio de los individuos pleiteistas y en la tiranía del derecho. Esto es precisamente lo que ocurre siempre que avanza la modernización mercantil de la vida. Al destruir sistemáticamente las tradiciones y costumbres que constituían el horizonte de las transacciones cotidianas históricamente constituido, el sistema tiende progresivamente a que los individuos sólo dispongan de dos grandes modalidades para resolver sus litigios: la violencia y el recurso sistemático a los tribunales. Ésta es la forma de vida que los Estados Unidos llevan experimentando desde hace tiempo y a la que, por tanto, deberemos aprender a plegarnos rápidamente; al menos, si no hacemos nada para conservar el poder de decidir sobre nuestro propio destino.